OPINIÓN | América puede cambiar, debe cambiar y está cambiando

Por Gustavo Gac-Artigas

.- Hasta la llegada al poder de Donald Trump América estaba estancada en el pasado, se tenía conciencia de las plagas que afectan nuestra sociedad, pero se ocultaban, sea intentaba disminuir su gravedad.

Se reconocía la existencia del racismo, pero se añadía “es institucional”, se condenaba, pero se justificaba como algo que está enraizado, que es natural, que es parte de nuestra sociedad. Una forma como otra de no asumir responsabilidades.

Se reconocía la desigualdad, pero se añadía “es institucional, ¿qué se puede hacer?” Los detentores del poder exclamaban: el sueño americano no es igual para todos, pero todos tienen la oportunidad de triunfar, es nuestra democracia. Una forma como otra de maquillar la desigualdad.

Se reconocía una justicia clasista, pero se añadía: es institucional, todos tienen derecho a un juicio justo. Puede que haya algunas excepciones, pero todos somos iguales frente a la ley, decían los detentores de la justicia. Una forma como otra de ocultar que la justicia en América no es justa, que no somos iguales frente a la ley, que no todos tenemos la posibilidad de defendernos frente a la ley, que los jueces pertenecen a la casta que nos gobierna y la vara con que se mide no es la misma entre hermanos que con el desconocido.

Se reconocía que la corrupción existe y que puede darse en los diferentes estratos de poder: gobierno, privados, políticos, hombres de negocio, sistema judicial, pero que es minoritaria. Más aún, se reconocía, y reconoce, y aplaude, el papel que juega el dinero en la política.

Se sabía de la violencia policial contra los afroamericanos, contra los latinos, pero se decía “es institucional”, y se añadía: son unos pocos, las malas manzanas, y en toda sociedad existen, al fin y al cabo, somos humanos, la gran mayoría es buena. Y con ello se oculta que esa violencia existe por el racismo imperante, y que en la práctica se da impunidad a las manzanas podridas.

Dos grandes bloques se repartían América y su destino, en ambos las corporaciones se veían representadas, ambos mantenían la balanza equilibrada, uno más conservador, los republicanos, representantes de una América profunda que no desea cambios, el otro, los demócratas, representantes de un poder que reconoce la necesidad de algunos cambios para garantizar la marcha pacífica de una América garantizando el poder del capital, pero haciendo la desigualdad menos visible o al menos más aceptable.

Cierto es que siempre existió un sector minoritario que propiciaba un cambio, que denunciaba la injusticia, la desigualdad, pero eran los menos, un movimiento que luchaba contra viento y marea, no solamente denunciando al campo republicano, luchaba también contra el establishment demócrata que defiende al sistema contra todo cambio profundo.

Pero llegó Donald J. Trump, la pandemia, Breonna Taylor, Georges Floyd.

Las videocámaras revelaron la realidad, se puede ocultar el crimen, se pueden esconder por cinco meses, pero no se pueden esconder para siempre como lo era en el pasado, no se puede echar una palada de tierra sobre los cadáveres diciendo: fue en defensa propia, se cumplió con el reglamento, todo es legal.

Trump rompió la balanza del poder político, lo volvió personal, autocrático, buscó revivir lo peor de nuestra América, la supremacía racial, la injusticia de la justicia, devolver la impunidad a la brutalidad policial. Trump rompió la ley del equilibrio en el poder, descartó la moderación como método de gobierno, pone en duda la democracia como sistema de gobierno, al igual que todo dictador, sea del pelaje que sea, su gobierno estableció: es conmigo o contra mí.

La crítica es conspirativa, es extremista, la crítica destruye el orden establecido, el nuevo orden, mi orden, dice el presidente. Donald J. Trump, en su delirio, pone en peligro la democracia, como todo dictador siembra la duda sobre el derecho a voto, gota a gota destila la propaganda para sembrar la duda, paso a paso se prepara para la batalla final: desconocer el resultado de la votación.

Llegó la pandemia y rasgó el manto de bienestar que cubría América. No se trata solamente del numero de muertos, podríamos llegar a los 400 mil a fines de año, dice un estudio, y ello ya es terrible, pero ese número está conformado de caras, esas víctimas tienen nombre, tienen familia, tienen una historia, tienen sueños truncados. Hoy contamos 187.000 muertos, la mayoría de ellos afroamericanos y latinos, 187.000 muertos, la mayoría víctimas de un racismo estructural, de una desigualdad institucional.

Recordemos, en promedio los ingresos de una familia afroamericana son menos de la mitad de los de una familia blanca, y un afroamericano tiene el doble de posibilidades de morir a manos de la policía que un blanco.

Llegó la pandemia y destapó la desigualdad existente. Para paliar sus efectos se busca prolongar hasta diciembre un decreto para detener las expulsiones de aquellos que no pueden pagar el arriendo, la pregunta lógica es, ¿y después?

Tras la pandemia no todos los empleos regresarán, y lo sabemos, las corporaciones, los grandes negocios aprendieron: hay que reestructurar, se puede trabajar con menos gente, se puede disminuir los costos, no todos son indispensables, hay que deshacerse de los desechables. La pregunta lógica es qué pasará con el suplemento que permitió sobrevivir a medio morir saltando durante la pandemia.

Se puede garantizar un ingreso mínimo en el país, independiente de si se tiene un trabajo o no.

No griten que eso es socialismo, eso es humanitario, lo es en Holanda, lo es en Dinamarca, lo es Suecia, lo es en países con gobiernos social demócratas en Europa. La pregunta lógica es ¿por qué en el país más rico del mundo eso no es posible? Ante el dolor un multimillonario mete la mano al bolsillo y saca el cambio, regala 100 millones de dólares a las escuelas de Nueva York, para ayudarlas a reabrir. Bello gesto, pero la pregunta lógica es ¿por qué no instaurar un impuesto a las grandes fortunas que haga el regalo innecesario?

Que no se haga política caritativa con el hambre, que se dé una solución a los millones de desempleados, ayuda digna, formación y trabajo.

Que no se haga política con la pandemia, ni con las máscaras, ni con los números, ni con el plasma, ni con la vacuna. Saquemos la pandemia de la politiquería cotidiana, rechacemos la campaña del miedo y de la desinformación.

La vacuna llegará, será de urgencia, no tenemos cinco o diez años para esperar que todas las pruebas lleguen, pero en la medida que es segura y eficaz, que llegue. ¿Cuándo llegará?, no importa, ojalá lo antes posible, pero seamos realistas no llegará para todos al mismo tiempo, según los científicos las primeras podrán estar disponibles a fines de año, pero será masiva solamente para mediados del año próximo.

El tiempo que falta para que una vacuna esté disponible no depende de Trump, depende de la ciencia, de los laboratorios, lo masivo dependerá entre otras cosas del límite que se ponga a las ganancias, que no se trasforme en un negocio lucrativo para las farmacéuticas. Toda declaración que intente, por ganancias políticas, pasar sobre la ciencia y sembrar la desconfianza es criminal.

América avanza, avanza, pero resbala sobre la sangre. En Rochester, NY, un video muestra la detención el 23 de marzo, de un afroamericano que vagaba erráticamente por las calles bajo la influencia de la droga. El video muestra al hombre desnudo a quien los policías le habían puesto una capucha blanca cubriendo su cabeza. Fue sofocado a muerte.

“Imágenes de otra época, video perturbador”, dice el gobernador, 7 policías suspendidos, con sueldo, por supuesto. Libreto conocido; le seguirán las condolencias, mensajes de simpatía y discursos. Más de cinco meses se mantuvo escondida otra acción criminal de las manzanas podridas, cinco meses demoraron en hacer público el registro de las cámaras corporales de los policías, cinco meses en que se creyeron impunes.

¿América avanza? Sí, al menos no se silencia, ¿América avanza? No. Mientras el avance no se concretice en leyes que lo vuelvan irreversible el racismo, la desigualdad, la injusticia seguirán latentes, escondidos, saltando sobre una nueva víctima a la primera ocasión.

Para que el cambio avance, para que no se detenga, para poner término al racismo, a la violencia institucional, a la injusticia, a la corrupción de los políticos, a la desigualdad debemos tener claro el por quiénes votar y por quiénes no votar, cuáles serán las voces que en el parlamento se elevarán por sobre los intereses de los que se oponen a un cambio, quiénes nos acompañarán en las calles, en las avenidas, en las escuelas y universidades, en el barrio, ese barrio cariñoso, ese barrio solidario, ese barrio que se subleva frente a la injusticia, ese barrio que tiene rostro de cambio, rostro de esperanza, ese barrio que defiende su futuro, y en él, nosotros, el alma del barrio, al alma de la nueva América.

Acercándose el fin de semana del Día del Trabajo recordemos que tenemos tres armas, las que tenemos que cuidar: nuestra vida, las marchas y el voto. Acéptenlo o no, quiéranlo o no, nuestra vida vale, nuestro voto cuenta, nuestra voz se hace escuchar.

Gustavo Gac-Artigas, escritor y miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE). Las columnas de opinión reflejan el punto de vista de sus autores, y no necesariamente la de este medio de comunicación.

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