Desde los tres años, Victoria Ramírez entendió que el baile no era solo movimiento: era identidad, refugio y destino. Nació en Pomona, California, dentro de una comunidad mayoritariamente latina donde la cultura mexicana no era una herencia lejana, sino una experiencia cotidiana. Los fines de semana de su infancia no transcurrían entre parques o centros comerciales, sino en viajes familiares a México, visitas a parientes en Sinaloa o Baja California, y celebraciones donde la música era el idioma común.
Hija de padres mexicanos, Vicky o Vic, como le dicen sus familiares y amigos, creció sintiéndose parte de dos mundos, muchas veces sin encajar del todo en ninguno y a la vez siendo parte de ambos. En casa se hablaba español, se escuchaba mariachi y se bailaba folclor; en la escuela, el inglés marcaba el ritmo de la integración. Esa dualidad —tan familiar para los hijos de inmigrantes— encontró una salida natural en el arte, en general; y en el baile, en particular.
“Eso fue una parte muy grande de nuestra vida desde chiquititos. Mi papá era una persona muy involucrada en la comunidad y por parte de ese networking nos tocó ir a un festival donde estaban bailando unos niños. Yo tenía como tres años y desde ese momento nos encantó. A la semana ya estábamos en el estudio y empezamos a bailar desde chiquitas”, dice Vicky en la entrevista que concedió a Al Día en América.
El baile folclórico mexicano se convirtió en su ancla emocional. No fue una actividad extracurricular: fue una forma de afirmarse, de entender quién era y de dónde venía cuando el entorno parecía exigirle que eligiera solo una identidad.
Refugio y escuela de vida
La infancia de Vicky estuvo marcada por momentos de ruptura. El divorcio de sus padres cambió de manera abrupta la estabilidad del hogar. De pasar a una vida relativamente cómoda, la familia enfrentó la pérdida de su casa y la incertidumbre económica. Su madre, inmigrante y sin una red sólida de apoyo, sostuvo a cinco hijos con jornadas agotadoras y una disciplina férrea.
“El baile no era solo diversión; era mi lugar seguro, mi comunidad, el espacio donde podía desarrollarme como persona creativa cuando todo lo demás se sentía inestable”.
En medio de ese escenario, el estudio de danza se convirtió en algo más que un espacio artístico: fue un refugio emocional. Allí, Vicky y sus hermanos, con quienes siempre ha compartido el amor por la música y el baile, encontraban estructura, contención y una sensación de pertenencia. El maestro Manuel Castillejos —referente del folclor mexicano en California— no solo les enseñaba pasos, sino valores: respeto, compromiso, historia y comunidad.
Desde muy pequeña, Vicky no solo bailaba; ayudaba a enseñar. A los ocho años ya guiaba a otros niños en los ensayos, aprendiendo sin saberlo a liderar, a observar y a transmitir conocimiento. Aquella formación temprana moldeó su carácter con una disciplina que luego aplicaría en todos los ámbitos de su vida.
Grandes escenarios y emociones
Antes de cumplir la adolescencia, Vicky ya conocía escenarios que imponen incluso a artistas adultos. Bailó en festivales multitudinarios, eventos culturales de alto perfil y presentaciones con mariachi en vivo frente a miles de personas. La experiencia de sentir la vibración de la música en el cuerpo, de escuchar al público emocionarse —incluso llorar— la marcó profundamente.
Paradójicamente, hubo una etapa en la que sintió vergüenza de decir que era bailarina. No por falta de orgullo, sino por el temor de no ser comprendida. En un entorno donde el deporte o lo “convencional” dominaban la narrativa juvenil, el arte parecía algo marginal. Esa inseguridad se disipó cuando entendió que su danza no solo entretenía, sino que tocaba fibras emocionales en quienes la veían.
Fue entonces cuando el orgullo sustituyó a la timidez. Comprendió que el arte también es una forma de liderazgo silencioso.
“Para mí la disciplina siempre fue muy importante. No es solo moverte o bailar, es tener estructura, respeto por el arte y responsabilidad con los demás”, sostiene.
Prueba de fuego: Kentucky
La mudanza forzada a Louisville, Kentucky, cuando tenía 16 años, fue uno de los episodios más duros de su vida. Tras el divorcio de sus padres, la familia sufrió un remezón que les obligó a cambiar todo su día a día. La madre de Vicky sacó adelante a sus hijos y comenzó una nueva relación con un hombre conectado con Louisville.
Casi sin planearlo, un día cualquiera de las vacaciones, la madre les dijo a sus hijos que empaquen porque irán a pasar unos días a otra ciudad. Ninguno se imaginó que se trataba de una mudanza que marcaría sus vidas. Así fue como Vicky llegó a Louisville: llena de incertidumbre y con la sorpresa de un lugar muy distinto a Los Ángeles. No era solo un viaje de un sitio a otro, sino de un tiempo a otro.
“Cuando llegamos a Louisville fue un cambio muy grande para mí. Venía de un lugar donde ya tenía mi comunidad, mi estudio, mis rutinas, y aquí todo era empezar desde cero, aprender cómo moverme y cómo encontrar mi lugar”.
Llegó desde un sistema educativo diverso y avanzado a uno que la encasilló de inmediato por su apellido y su origen. A pesar de ser bilingüe y académicamente adelantada, fue enviada a clases de ESL, una experiencia que dejó una huella profunda en su conciencia social.
Lejos de resignarse, decidió resistir desde la excelencia. Se involucró en actividades escolares, se convirtió en editora en jefe del anuario, participó en liderazgo estudiantil y rompió estereotipos con trabajo y constancia.
Aquella etapa la convenció de algo que hoy guía su labor comunitaria. “Muchos jóvenes no fracasan por falta de talento, sino por falta de oportunidades y expectativas justas”, dice en su conversación con Al Día. “Fue como volver a ser invisible. Nadie sabía quién era yo ni de dónde venía, y eso fue duro, pero también me dio la oportunidad de construirme otra vez. Louisville me enseñó paciencia. No fue una llegada fácil, pero fue ahí donde entendí que no siempre tienes que brillar de inmediato para estar en el lugar correcto”.
Dejar de bailar… sin dejar de ser bailarina
A los 18 años, Vicky dejó el baile. En Louisville, llegaron el trabajo, la responsabilidad económica y la necesidad de sobrevivir en un entorno que exigía estabilidad. Durante varios años, el arte quedó en pausa, pero nunca desapareció del todo. Bailaba sola, en casa, como un acto íntimo, casi secreto.
En paralelo, construyó una sólida carrera profesional en la industria del reciclaje automotriz, en la empresa Grade A Autopartes. Durante más de 15 años destacó como vendedora, gerente y formadora corporativa, ganándose el respeto de colegas y clientes por su ética, capacidad de negociación y liderazgo. Aquella experiencia le dio independencia, seguridad financiera y una comprensión profunda del trabajo duro.
Por ello, sufrió mucho cuando se supo que Grade A había sido una de las empresas directamente afectadas por el accidente del avió de UPS de noviembre pasado. Varias de las víctimas fatales de la explosión eran empleados de la compañía.
Madre contra todo pronóstico
En el trabajo con Grade A, Vicky conoció a su esposo, quien desde el primer minuto la apoyó en su carrera y sueños. Pero la maternidad la llevó a enfrentar serios desafíos.
Durante la pandemia, quedó embarazada y su hijo presentó problemas de salud que alteraron por completo la rutina personal. Tuvo un embarazo de mucho riesgo y decidió dejar la empresa que siempre le había abierto las puertas.
El bebé nació con una deficiencia del corazón. Varios médicos le pronosticaron lo peor, le dijeron que el niño, a lo mucho, podría vivir días o hasta semanas. Sin embargo, el pequeño hoy corretea por todo lado mientras se realiza esta entrevista.
Las visitas médicas frecuentes, la incertidumbre de los diagnósticos y el miedo constante a una recaída se convirtieron en parte del día a día. Como madre, aprendió a vivir en estado de alerta permanente, a desarrollar una fortaleza emocional que no sabía que tenía y a tomar decisiones difíciles mientras intentaba mantener la calma para no transmitir el temor a su hijo. En ese proceso, entendió que la maternidad no siempre se parece a la imagen idealizada que se cuenta, sino que muchas veces implica resistir en silencio y sostenerse aun cuando el cuerpo y el ánimo piden descanso.
Esa experiencia marcó profundamente su manera de ver la vida y su labor comunitaria. Vicky descubrió que el baile —que durante años había sido su refugio personal— también podía ser una herramienta de sanación emocional, tanto para ella como para su hijo.
En los momentos más difíciles, el arte le permitió canalizar la angustia, recuperar el equilibrio y enseñar con el ejemplo que incluso en medio de la fragilidad es posible encontrar belleza y esperanza. Ser madre de un niño con problemas de salud la volvió más empática y más comprometida con crear espacios donde otros padres y niños se sientan acompañados, comprendidos y visibles. “Mi hijo es un milagro, es una prueba de existen”.












Artemex: baile con propósito
El regreso definitivo al arte, que había tenido sus altos y bajos por los desafíos de la vida, maduró ahora con una nueva visión. Junto a su hermana gemela, Vicky fundó Artemex, un proyecto cultural en Louisville que es, al mismo tiempo, escuela, comunidad y espacio de sanación. Allí, el baile no se enseña como espectáculo vacío, sino como un acto consciente de identidad y memoria.
En Artemex, cada coreografía tiene contexto histórico, cada vestuario tiene explicación y cada región representada es estudiada con rigor. Vicky se conecta con maestros, investiga tradiciones y adapta el conocimiento para que los niños entiendan no solo cómo se baila, sino por qué se baila.
Su visión va más allá de México. Busca integrar danzas de Centroamérica y otras regiones, reflejando la realidad multicultural de las nuevas generaciones latinas en Estados Unidos.
Bailar para resistir, enseñar y sanar.
Hoy, Vicky Ramírez es madre, líder comunitaria y artista. Ve con preocupación cómo muchos niños crecen desconectados de su cuerpo, de la naturaleza y de la expresión creativa. Para ella, el baile es una respuesta urgente a esa desconexión: una herramienta para fortalecer autoestima, disciplina y sentido de pertenencia.
Su historia, que la ha llevado a ser considerada entre los personajes del año para Al Día en América, no es solo la de una bailarina; es la de una mujer migrante, hija de inmigrantes, que transformó la adversidad en propósito y el arte en un puente entre generaciones. En cada clase, en cada ensayo y en cada escenario, Vicky sigue confirmando lo que aprendió desde niña: que bailar también es una forma de sobrevivir, de resistir y de amar quiénes somos.
